viernes, 8 de julio de 2011

Encinta de diez lunas

Cumplidas diez lunas,
a las lorquianas cinco de la tarde,
la ginecóloga me cogió la mano y me la acercó al coño.

Palpé la pelusilla que cubría la cabeza de Kim, aún dentro de mí; la acaricié; después, sin usar ninguna neurona, por puro instinto, cogí aire y empujé con una fuerza animal, desesperada, hasta que asomaron

cabeza hombros pecho brazos ombligo rabo huevos piernas y piececitos de Kim

y en un solo movimiento, Begoña lo agarró y me puso al cachorrito sobre el pecho, para que siguiese escuchando los latidos de mi corazón, esta vez por fuera,

mientras Mario brincaba y lloraba y reía y hablaba...

Yo no. Yo estaba muda. Inmóvil. No sentía nada. Llevaba 36 horas de contracciones, dos noches consecutivas sin dormir y no podía más. No recuerdo si Kim lloró o no. Quería estar emocionada, pero no lo estaba. No sentí nada ni siquiera cuando Kim se agarró por primera vez a mi teta y empezó a mamar. Ni cuando me enrosqué a Mario con el bitxito por primera vez entre nosotros. Tuvo que pasar toda una larga noche. Entonces, al día siguiente, cuando vi a mi hermano Teo y le abracé, empecé a llorar.
Una pequeña lágrima
o-tra
otra
otraotraotra
y luego tantas que me sentía capaz de desbordar el Nilo.
Y también me sentí capaz de volar. De no volver a dormir nunca más. De reir sin respirar. De amar hasta enloquecer.



Ha pasado un año. Un año en el que el cerebro ha estado prácticamente apagado, sometido al instinto salvaje e incontrolable de ser una mamífera; mi cuerpo se ha sincronizado con el suyo hasta tal punto que si me empezaba a salir leche de las tetas Kim se despertaba en el acto y viceversa, si Kim se despertaba, a mí se me desbordaban las tetas.

Lentamente, el cerebro empieza a resucitar y nuestros cuerpos, a despegarse. Así que volveré en septiembre, después de las vacaciones.

Feliz verano,
m.